lunes, 22 de febrero de 2010

La Copa del Rey


Si en España existiese una Ley antimonopolio efectiva, alguien con autoridad habría actuado hace tiempo contra el Barcelona de baloncesto, el equipo de la calidad infinita que sabe a qué juega. Con pasos de ballet no se ganan títulos, aunque queden bien en televisión. Hay mucho más aparte de lo evidente, de la fantasía que envuelve a Ricky en su dominio de los partidos; de la facilidad con la que Navarro busca el camino hacia el aro entre guerreros; de la clase de Pete Mickeal anotando sin despeinarse; de los recursos de Lorbek, infinitos como sus pivotes de bailarín; de la superioridad de Fran Vázquez, un gigante que por fin sabe que es gigante. Hay trabajo de pico y pala, pam, pam, pam, sudando en la mina. Así, la máquina funciona, está engrasada, no hay problemas en el motor. Para ellos lo fácil es anotar, pero su trabajo empieza atrás, pegando el culo al suelo en defensa, ofreciendo ayudas una y otra vez, dicendo ‘ey, estamos aquí’, a sus hermanos del fútbol, que lo ganaron todo. Para los que crecimos saltando con las canastas de Epi, Norris y Solozábal y acabamos descreídos de la fe en unos colores que quedaban lejos, muy lejos, disfrutar de este equipo es lo mismo que asistir a una noche memorable en la ópera, con tenores interpretando como estrellas mundiales y vestidos con unos trajes de época que cubrían, sin esconderlo, sencillos monos de obrero.

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